Por Norman Díaz
Creo, sin temor a equivocarme, que es la crónica más difícil que me toca escribir. Había preparado mucho material de color sobre la misa de Olavarría que quedará guardado. Primero porque la necesidad de ser imparcial en el análisis de los hechos se confunde con el fanatismo que mi persona experimenta con ese pelado añoso, bastante miserable y poco afecto al apego popular, como él mismo se define. Pero la responsabilidad que asumí fue narrar lo que viví, y para hacerlo con honestidad intelectual es necesario aclarar desde dónde uno opina.
Vamos por partes. Al llegar a Olavarría algo me hizo ruido. Como es tradicional a cada lugar que vamos dejamos que el estéreo salte sólo de frecuencia hasta encontrar la radio local que cuente lo que pasa. El dial se clavó en la FM 98.1. Desde esa banda sonora una locutora nos mostraba que la ciudad estaba dividida. Había mensajes de oyentes furiosos por tener la barriada invadida: gente orinando en cualquier lado, las plazas cubiertas de carpas entre los juegos de los chicos, las puertas de las casa también como improvisados campings de ricoteros que eligieron esos recovecos para instalarse y pasar el frío de la noche. Noté que la fragmentación era notoria entre quienes aceptaban ese océano de foráneos y quienes nada querían saber con eso. La radio tenía un móvil desde la Avenida Pringles, la principal de acceso al Municipio, y otro sobre Avellaneda, punto de ingreso para las seis puertas en que se repartió la entrada. A través de esa emisora confirmaron que se habilitada el predio La Colmena a las 14.30 por la cantidad de público en las adyacencias, queriendo entrar. Me pareció un horario muy temprano pero pensé que motivos sólidos habría.
Estacionar el auto fue otro caos, no tan distinto a Gualeguaychú. En la capital entrerriana, en 2014, tuve que caminar 15 kilómetros (sí, 150 cuadras) para poder llegar al recital. Era la primera vez que llevaba a mi esposa y la aventura sólo pudo ser justificada por el amor. Pero ayer, ante la imposibilidad de avanzar, el coche quedó a casi 9 kilómetros. Otra distancia enorme, para la ida pero fundamentalmente para la vuelta. Las calles internas de Olavarría y la ruta 226, copada en ambas manos desde poco antes de las 14, hacían imposible avanzar en cuatro ruedas. A caminar entonces, luego de descansar un rato y evitar la garúa fina pero continúa que caía.
Tras atravesar la gran masa sobre Pringles, llegamos a la conexión con Avellaneda, la avenida que desembocaba en el ingreso al terreno del show. El gran hecho llamativo en esa geografía era una fila sobre la vereda a margen izquierdo, en el lateral del predio. Superaba las tres cuadras. Pregunté y efectivamente era para la boletería, que seguía habilitada. Me resultó muy extraño: caminar era misión imposible, desde hacía horas entraba gente al lugar del recital y encima se vendían tickets. Algo que luego se me vendría a la memoria al intentar entender lo ocurrido.
A las 20, luego de la larga caminata, ya estábamos adentro. Como es un clásico, amigos se sientan en ronda a esperar que todo empiece, pero ayer fue probable apenas un rato. La capacidad ya estaba desbordada. A las 21 no había un alma sentada y los metros para moverte eran escasos. Apretados todos. Un puño multisectorial de clases sociales. Al lado mío un flaco vomitaba y era sostenido por un amigo que, incondicional, no lo dejó ni cuando cayó al barro. Entre todos sacudimos remeras para ayudarlo a despabilarse. Un aplauso terminó con la secuencia.
El Indio salió al escenario a las 21.49. Sonó el estruendoso Barbazul versus el amor letal y el espíritu ricotero estalló. Le siguieron Porco Rex, Arca Monster, Chau Mohicano y otro clásico de Los Redondos: Ropa Sucia, que con su estribillo “vivir sólo cuesta vida” hizo delirar a los fanáticos. Allí provocó el primer parate: el cantante pidió que le prendan la luz y solicitó atención para alguien que estaba tirado en el piso. Llamó a la gente de Defensa Civil y advirtió que en esas condiciones no iba a poder terminar el show. Como hacía rato no se lo veía en el escenario, Solari había arrancado con potencia y entonación en su música que le daba un marco místico a la música.
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Se quejó de “un grupo de borrachitos”, pidió colaboración y le dio incluso el micrófono a alguien de la seguridad que pidió a la multitud que se corra para atrás. Y así pasó. Luego de ese incidente inicial siguió su repertorio con Un héroe del whisky más; luego “para tranquilizar” hizo sonar Etiqueta Negra, e impuso otra pausa de 5 minutos, entre las 22.57 y las 23.02. Retomó el recital con Babas del diablo, le pegó A los pájaros que cantan sobre las selvas de Internet, Había una vez (tema que recuperó el clima festivo), A la luz de la luna y Pedía temas en la radio, todos de su etapa solista. Y volvió a estallar el público cuando “en recuerdo de un querido amigo” dedicó El capitán Buscapina a Walter Sidotti, ex baterista de Los Redondos. Otro emblema ricotero surgió a escena: Esa estrella era mi lujo. Parecía que los incidentes habían quedado atrás pero no: luego de esa canción el Indio tiró otra vez «no me quedan más ganas de esto y no me jodan con banderazos y eso. No se puede, no se puede».
En el medio de los intervalos que hacía Solari para intentar calmar el desborde percibí algo que no me tocó vivir antes: una catarata de insultos al calvo cantante. “Calláte y seguí tocando”, le gritaban, y hasta hubo amenazas del tipo “si lo suspendés rompemos todo”. Todo preso es político fue la continuidad del repertorio. Al final de la canción les comentó a los asistentes que “hace 40 años las Abuelas de Plaza de Mayo están buscando a sus nietos”, y les sugirió: “acérquense si tienen duda sobre su identidad”. Acto seguido habló también de la baja en la edad de imputabilidad. «Están pensando en bajar la imputabilidad a 14 años y estadísticamente son ínfimos los resultados que indican que esto funcione; lo que están haciendo es una locura. Los muchachos no nacen malos y el Estado no debe ser penal sino cumplir un rol social», aseguró. Allí noté la grieta más abierta y profunda que nunca: aplausos varios por un lado; críticas y más insultos por otro. Al lado mío una joven le gritaba “dejá de hacer política Indio”. No pude con mi genio y le salí al cruce: “viniste a ver a un artista cuya obra es un culto a la política desde hace 40 años”. “Yo laburo, no soy un mantenido como vos”, me descalificó. La discusión obvio que siguió pero no condujo a nada.
El Indio ya estaba incómodo en el escenario. Empezó a pifiarle a las letras y perdió la potencia inicial. Dejó de lado los mensajes y se dedicó a terminar el show, quizá convencido de que iba a ser peor la suspensión. A mi derecha, una torre de sonido (la 14) tenía gente trepada hasta encima de los parlantes inclusive. Otra cosa nunca vista. Esa estructura tuvo un estricto control hasta minutos antes del comienzo del recital. Pero luego no quedó nadie. Y la gente saltó y bailó en esos fierros que podrían haber cedido y la tragedia, entonces, hubiera sido de proporciones.
Fly 956 y otro freno de 10 minutos pero sin mensajes. El silencio era reflejo del hartazgo. La música siguió con Todos a los botes, Te estás quedando sin balas de plata, Too beef or no too beef, Charro chino, Una rata muerta en los geranios. “Esto es una locura, ya no sabemos cómo llamarlo. Doscientas y pico mil de personas. Gracias. Cantemos y bailemos como la última vez”, pidió el Indio. Y allí sonaron los potentes acordes de Nuestro amo juega al esclavo y del pogo más grande del universo, Jijiji, que en esta ocasión tuvo una perla: se mezcló con Mi Perro Dinamita.
La salida fue otro caos. Bocas muy poco anchas para la cantidad de gente abarrotada que intentaba salir de allí. Y otros 9 kilómetros de caminata hasta llegar al auto que nos trasladaría al conurbano profundo. A pocos metros de llegar a la ruta 226 el celular comenzó a tener señal y empezaron a caer mensajes. Pero recién a las 5, parados en una estación de servicio ya sobre la Ruta 3, las primeras novedades de muertes e incidentes, tremendas por cierto. Y la reflexión: quizá asistimos en Olavarría a lo que fue la última misa del Indio. Su falta de ganas expresadas durante el concierto, la enfermedad que lo aqueja y la notoria falta de capacidad logística de un lugar en el país que pueda congregar esa cantidad de público son razones suficientes para interpretar que el fenómeno musical más importante de la historia del rock nacional tal vez haya llegado a su fin.